De vuelta a la nada


Acomodó los cojines del sofá con unas palmadas certeras aquí y allí. Sacudió la mantita de cuadros escoceses que le aliviaba del frío en las rodillas cuando se sentaba a tejer durante las largas tarde de invierno, en las cuales nadie la visitaba.
Colocó con esmero el delicado paño de ganchillo encima de los brazos del sofá y echó un vistazo a su alrededor comprobando que todo estaba en perfecto orden. No satisfecha aún, volvió a palmear los cojines y quitó las arrugas invisibles  a la mantita de lana.
La foto de sus padres colgaba en la pared del salón encima del sofá, en ese lugar preferente donde todo el mundo que llegara a la casa  la pudiera ver. No los había olvidado. Cada día al levantarse de la cama aun en camisón, se dirigía al pequeño santuario que detrás de la puerta del dormitorio, había colocado hacia años. Era un mesa pequeña de tres patas con una placa de mármol rosa encima, algunas manchas de cera derretida, grietas que hablaban de los años, recuerdos posados con esmero y de nuevo la foto de sus padres. Encendía cada día una mariposa por el alma de sus difuntos, rezando tres Padre Nuestro y tres Ave María, como le  enseñó su madre desde pequeña. Después, vaciaba su orinal de porcelana detrás del corral, sacaba agua del pozo y llenaba la palangana, que descascarillada por el tiempo, dormida estaba en el  palanganero. Con un paño de lino blanco lleno de puntillas bordadas en su adolescencia y que llevaba su inicial, lavó su cuerpo sin mucho entretenimiento con la mecánica de quien lo hace todo los días de igual manera. Buscó el vatido de púas finas y peinó su cabello negro abrillantado. No se miraba al espejo. Conocía su cara perfectamente. Labios gruesos, nariz aguileña, pómulos salientes y unos ojos que fueron la perdición de Mateos en sus años mozos. No había nada nuevo que ver. Se vistió con su vestido de siempre, el vestido negro de todos los días confeccionado por ella misma, para eso su madre la apuntó al corte y allí aprendió a ser la buena ama de su casa. Ahorraría a su marido, cuando lo tuviera, un buen dinero que serviría para comprar más gallinas y cerdos. Una buena mujer no despilfarraba el dinero en embellecerse. Eso decía su madre. Ella lo aprendió al piel de la letra.
Tomó de la percha su delantal de cuadros blancos y negros  que usaba siempre encima de su vestido para protegerlo, y se calzó unos cómodos zapatos de cordones.
Bajó a la cocina y puso a calentar la malta en una cafetera de puchero heredada de su abuela. De todos era sabido que el café como mas bueno sabía era de una cafetera vieja.
Aquella mañana iba a ser diferente. Se levantó antes del canto del gallo. Olvidó vaciar el orinal que indiferente, quedó bajo la cama.. No encendió la mariposa a sus difuntos. La foto de sus padres la contemplaban con extrañeza y podría decirse que la seguían con los ojos. Bajó las escaleras hacia el corral en busca de agua pero esta vez no sacó tan solo un cubo, hoy tocaba baño. Cuando hubo llenado su bañera de latón subió a su dormitorio por una pastilla de jabón que guardaba entre las sábanas. Su madre se la regaló por sus 15 cumpleaños y de eso hacía ahora......no lo recordaba,  pero si recordó ese día de su cumpleaños. Vestía un vestido blanco de tiras bordadas en el pecho, con puños de encajes sujetos por botones de nácar. Su padre le trajo un lazo rojo como regalo y su  madre, la obsequió con una pastilla de jabón con olor a rosas, envuelta en un delicado papel de seda blanco. Ahora se daba cuenta de algo, habían pasado más de 40 años de aquello.
Hoy por fin  usaría  jabón para lavarse.
Su cuerpo tenía un suave olor a rosas que la transportaba por la casa haciéndola creer que era una niña hermosa. Después de tantos años, se miró al espejo y vio a alguien que no reconocía. Tal vez la mueca de su boca le era familiar. Quizás, ese lunar en la barbilla. La mirada era la misma, algo más cansada, pero la misma. Se convenció que el espejo reflejaba su propio yo y no el espectro de su madre, a quien se parecía.
Cogió de su armario el único vestido de color que tenía, un vestido de punto verde con espigas doradas, mangas anchas y talle ceñido. Se vio hermosa con él. Adorno sus orejas con unos zarcillos de oro en forma de nudo. Se puso el collar de perlas que su madre solo usaba en las grandes ocasiones, y un broche en el pecho en forma de pavo real. Dio color a sus labios y mejillas. Estaba lista!! 
Se dirigió al salón, se sentó en el sillón orejero delante de la ventana. Contempló el arriate de hortensias celestes y dibujo nubes en el cielo nocturno. Aun no había cantado el gallo. Pensó que tal vez se había apresurado demasiado. Cambió de sillón sentándose ahora en el sofá,  bajo el retrato de sus padres. Volvió al sillón orejero cuando el gallo cantaba. El sol despuntaba en el horizonte y la brisa traía olor a pan desde el pueblo. Recordó que no había desayunado. En la cocina, la hornilla estaba apagada, el  puchero frío. Cortó un trozo de pan y queso y despistadamente se lo comió. Sus nervios no la dejaban tragar, hoy era un día diferente. Aquella casa alejada del pueblo en lo alto del monte no tenía costumbre de recibir a nadie.
A media mañana llegaron por el camino mujeres de negro. Hombres de sombrero arrastraban los pies con sus viejas alpargatas. A  paso lento y sombrío se acercaban a la casa.
El murmullo constante era inaudible desde la ventana. Un coche de caballos tirado por dos burros, portaban una caja de pino claro. Llegaron a la casa. Ella les esperaba feliz.
El camino había terminado. La vida de Teresa, también.

4-agosto-2013 POR ASUN VICO


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